Ética y Buenas Prácticas

Podriamos definir Buenas Prácticas en Atención a Personas con Alzheimer, aquellas que van acordes con el nivel de conocimiento científico-técnico, en una estructura de Asociacionismo donde la humanización, el apoyo y el cariño son el hilo conductor. Respondiendo a necesidades sociales y como siempre adecuandonos al nivel socioeconómico disponible. En un servicio Público de Salud hay que tener una dimensión universal y de justicia social. Todo ello en un contexto ético de respeto a las personas diagnosticadas de Alzheimer y a sus cuidador@s. A. López

domingo, 24 de marzo de 2013

¿Se hereda el Alzheimer?, uno de los temores más frecuentes




No siempre se declara igual
ANA ROMAZ

A lo largo de los años hemos entendido socialmente que no hay nada de que avergonzarse ni nada que esconder cuando tenemos que enfrentarnos con una demencia.

Una de las preguntas más frecuentes que se hacen los cuidadores de un enfermo de Alzheimer es si heredarán la patología. No hay pruebas concluyentes de que esta sea una enfermedad hereditaria, aunque es posible que, en algunas familias, haya una cierta tendencia a desarrollarla.

Y por otro lado no siempre el
Alzheimer se declara de la misma manera. Mi abuela, uno de los seres más luminosos que he conocido, nunca nos dio motivos para pensar que pudiera estar desarrollando la enfermedad. Todo era absolutamente normal en su comportamiento…hasta el día que sufrió una caída y se hizo daño en una pierna.

Todo parecía en orden al principio, para nosotros y para ella. Sin embargo algo había ocurrido, un pequeño resorte de su mente había saltado por los aires con la caída y pronto empezamos a notar los efectos.

Como no recordaba si había tomado su medicación o no, le preguntaba continuamente a mi abuelo, que acababa alterándose por tanta repetición. Ella se daba cuenta de la irritación que iba creciendo en él, pero realmente no recordaba, no solo si se había tomado sus pastillas sino si le había preguntado ya por ellas.

De una manera muy rápida, la mujer llena de energía y capacidad, se fue convirtiendo en un ser que dudaba por todo, incapaz de tomar una decisión clara respecto al asunto más trivial. Las cosas cotidianas: unas llaves, un recado telefónico, su propia ropa, pasaron a ser problemas para los que no encontraba solución. Y todo esto la sumió en una intensa ansiedad.

Acostumbrada, como lo había estado toda su vida, a tomar decisiones y a regir sus días con autonomía, el nuevo estado de cosas y el hecho de que fueran de mal en peor sembraron el pánico en su día a día. Llegó así el día en que no quiso levantarse de la cama, allí se sentía segura, protegida, y no había nada ni nadie que la hiciera cambiar de idea.

Todo ello llevó a que mi abuelo necesitara ayuda para manejar la casa y atender a mi abuela. Una conocida empezó a ir a diario y eso, sin que supiéramos porqué, hizo que volviera a levantarse y a pasear por su casa. Nunca volvió a salir al jardín que había sido uno de sus grandes placeres, pero al menos recorría la gran casona con sus pasitos menudos y arrastrados.

Revolvía los cajones, buscaba algo que sólo ella sabía, rebuscaba en los armarios y las cómodas, sacaba, metía y volvía a sacar cosas en un ballet desconcertante para los demás.

En todo este proceso mi abuelo no fue de mucha ayuda. Para él todo aquello no eran más que manías que se le habían instalado en la cabeza y que ella se negaba a abandonar. Por aquel entonces no había la información que tenemos hoy sobre las demencias y el
Alzheimer. Y cuando se daban en una familia se vivían con una cierta vergüenza, cuando no se escondían directamente.

Él era consciente de que ella se iba deteriorando rápidamente y eso le hacía sufrir porque no sabía como detener lo que estaba ocurriendo, como rescatarla del caos en que se iba sumiendo su mente. Pero ahí se quedaba. Quizás su impotencia ante lo que estaba ocurriendo le paralizaba o, tal vez, sus prejuicios le impedían aceptar que su mujer iba perdiendo, poco a poco, grandes trozos de su vida, de su historia.

En ocasiones ella tenía momentos de euforia, y si coincidían con alguna visita era tal su expresión de alegría, el desenfado con que abrazaba a los visitantes, o las exageradas muestras de afecto que exhibía que mi abuelo, sumamente incómodo por la situación, desaparecía en su despacho.

Fueron unos años, pocos, en los que nunca sabíamos que podía pasar cuando íbamos a visitarlos. Podíamos ser confundidos con parientes o amigos desaparecidos mucho tiempo atrás, o ser los destinatarios de una sucesión de besos y abrazos llenos de cariño, aunque ella no supiera claramente quienes éramos.

Entonces llamaron “demencia senil” a lo que le pasaba, hoy sé que la caída que sufrió pudo ser el detonante de un
Alzheimer larvado.

El nombre no cambia la realidad, pero al menos hemos entendido socialmente que no hay nada de que avergonzarse ni nada que esconder cuando tenemos que enfrentarnos con una demencia o un
Alzheimer.

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